«Los cristales se acaban, y aunque quiera volver a la cama a no hacer nada y a intentar cagar sobre la taza del váter, mi instinto de conservación decide poner en práctica el Plan Z, que consiste en seguir limpiando cristales cuando no hay cristales, es decir consiste en apuntarse al gimnasio, en correr en la cinta, en muscularse y en levantar pesas rodeada de vigoréxicos gilipollas hasta que la propia gilipollez se pase. Supongo que, en realidad, hay muchas otras formas del Plan Z. Podría hacer mil pajaritas de papel, o pasear por el parque todas las mañanas de diez a once y media porque lo que es indispensable en el Plan Z es no pensar, no quedarse atascada en ninguna esquina. Hacer desaparecer las esquinas».
Así define el Plan Z la protagonista de la novela, Z de zombi que intenta olvidarse de la mierda de realidad que le rodea, de todas esas expectativas de futuro sobre lo que está estudiando y no sabe muy bien para qué y de su amigo polla veleta —no pero sí, sí pero no, en principio solo somos amigos pero un día me empalmo abrazándote y acabamos follando, y en el fondo me da pena porque seguiría follando contigo pero no encajas en mi prototipo heteronormativo de tía con la que tendría una relación y por ese motivo te mantengo en una especie de tierra de nadie, de pura indefinición, lo que vendría a ser dentro de un autobús colgando de un puente a punto de precipitarse al vacío— al que debería de dar una patada y enviar a la mierda, pero nunca lo termina haciendo.
Hay en esta narración una propuesta de viaje hacia el cambio que continuamente acaba frustrándose, que acaba en la forma de evasión de siempre, la misma paja en el sillón de las pajas o viendo una serie mientras se fuma un porro de maría seca. Porque ella, la heroína de la liga de superhéroes pringados de esta historia, emprende de algún modo una búsqueda con el objetivo de descubrir su verdadera identidad sexo-afectiva.
Es sin duda un camino lleno de peripecias el que vive nuestra protagonista, situaciones que desde el humor nos provocan la carcajada, pero que dejan a su vez un regusto amargo, la manera en que reímos por no llorar, porque puede que a nosotras también nos haya pasado, que estemos hartas de la forma de rápido consumo en la que parece que se ha convertido el sexo sin compromiso o en pareja, el sexo en general.
«De hecho, si recupero la fe en los profilácticos de látex, es posible que intente follar con una mujer transexual con polla, porque las pollas, ya que existen, deberían de ser manejadas por algo distinto a hombres empalmados enamorados de su propia erección».
La autora adereza toda esta genialidad y desencanto —un montón de pasta en forma de espaguetis que parecen mutar y acaban siempre desparramándose sin encontrar un plato en el que puedan ser degustados— con un tono que definiría como postpunk-poético y que resulta adorablemente gamberro. Gracias, Emilia, por dar voz a tanta frustración y cansancio generacionales.
Y vosotras, ¿tenéis un plan? Porque en el fondo, todo el mundo necesita un plan. Un Plan Z.