De pequeños, interactuamos por casualidad con aquellos que ahora son nuestros mejores amigos. No hizo falta nada más que acercarnos, hablar medias palabras y seguir jugando juntos. La verdad es que era relativamente fácil, si ahora echamos la vista atrás.
Esas primeras interacciones empezaron a moldear la persona que somos ahora, ya que no dejamos de ser pedazos de lo que hemos compartido con otros. Nuestra personalidad se acaba formando por consecuencia de las personas que nos hemos encontrado (aleatoriamente) por el camino. Pero parece que, a medida que crecemos, vamos perdiendo esas facultades que nos permitían relacionarlos socialmente sin tapujos ni prejuicios, definimos unos límites inquebrantables y nos conformamos con aquello que hemos construido en un pasado, sin atrevernos a desafiar esas normas.
Luis Díaz escribe en «Los bloques naranjas», editado por Caballo de Troya, sobre cómo la amistad masculina se forja entre estos silencios, gestos, sonidos y golpes. Del crecer y todo lo que eso conlleva, especialmente en la etapa adolescente de uno mismo. Dentro de la ciudad —aunque cualquiera que lea este libro encontrará el lugar donde vive reflejado en esos «bloques»—, Díaz habla de cómo a esa edad se empieza a hablar de los cuerpos, del sexo, de las ganas, pero no se habla de «¿qué tal estas?», «¿cómo te ha ido el día?» o «te echo de menos».
Esta falta de comunicación termina por generar una barrera con nosotros mismos que provoca que seamos poco expresivos con los demás, atendiendo siempre a unas normas —que nadie sabe quién las impuso— sobre lo incorrecto que es hablar de tus sentimientos. ¿Y qué genera eso? Que con el paso del tiempo se erosionen esas relaciones. Hasta las más frágiles, con apariencia de hierro, que se conforman cuando somos jóvenes. Aquellos con los que ya no mantenemos contacto, se han vuelto unos completos desconocidos.
«En la parte de atrás del bus hay un chico lo miro y pienso: podría ser mi amigo lo sé por la forma de moverse por su nuca recién afeitada por lo ásperas que parecen sus manos y por el largo de la uña del pulgar lo sé por sus ojos porque cuando los cierra sus pestañas se reflejan en los cristales todo esto lo sé aunque estoy sentado lejos»
Ese mismo freno que nos impide hablar con nuestros amigos existe también cuando queremos iniciar una nueva conversación con alguien que nos interesa. ¿Por qué hablar, que parece el ejercicio más sencillo del mundo, a veces nos cuesta tanto que nos hace rabiar? Será que pensamos que la cagaremos de alguna forma, arruinaremos las relaciones que teníamos antes y no seremos capaces de construir otras nuevas. Así que nos conformamos con conversaciones breves, justas, con las personas que una vez —de completa casualidad cuando éramos niños— preguntamos si podíamos jugar con ellos.
«Quería respuestas a todo lo que sucedía como si fuese posible entender los milagros como si las resurrecciones necesitasen explicación como si fuese posible entender por qué me encontré a unas personas y no a otras»
Seguimos enquistados en recuerdos del pasado, con anécdotas que contamos una y otra vez —los tiempos anteriores siempre fueron mejores—, porque quizás no nos queremos enfrentar a lo que vendrá en un futuro: dejaremos de encontrarnos, de hablarnos, de contarnos qué tal es ese libro o qué has hecho hoy en tus prácticas mal pagadas.
«El mejor momento del día fue cuando alguien dijo a qué hora nos vemos hoy»
Luis dedica el libro a sus amigos, a los que todavía no les ha dicho te quiero. Yo tampoco a los míos. Así que, para esas (tantas) veces que no lo he dicho a viva voz, al menos hoy puedo dejarlo por escrito.