«La señora Dalloway dijo que ella misma compraría las flores». Bajo esta apariencia apacible empieza un día cualquiera de junio de 1923 en Londres. Pronto se convierte en un torrente narrativo en el que seguimos como podemos a la protagonista a través del tráfico, las tiendas, la gente y las campanadas del Big Ben, que nos sirve de faro temporal y espacial. Un viaje para todos —y eso quiere decir todos— los sentidos.
Para Virginia Woolf los actos triviales y cuotidianos de un día ordinario son tan merecedores de ser narrados como las intrigas palaciegas o de poder, y en eso nos embarca en sus novelas. Pero los detalles de un día corriente no tienen nada de simples o triviales. La prosa de Virginia Woolf se deja leer desde lo más superficial hasta lo más hondo, en cada relectura le encuentras otra capa. La técnica narrativa de Woolf es deslumbrante, exuberante, exigente y muy agradecida; te devuelve mil veces el esfuerzo que le dedicas.
El tratamiento del tiempo es uno de los fuertes de Woolf. El tiempo subjetivo adquiere con ella una entidad en sí misma, se despereza a ratos y a ratos se acelera, se contrae o permanece inmóvil en esos momentos que Joyce denominó «epifanías» y Woolf llamó «momentos de vida», según Lyndall Gordon, o «moments of vision» en sus propios diarios. Esos «moments of visión» son los narrados en la novela, de un modo muy plástico, con elementos contextuales y recurrentes que ayudan a crear esas imágenes tan woolfianas, a veces superpuestas, que obedecen a momentos de percepción aguda, a momentos de suspensión de la conciencia. Y luego, todo fluye.
Otro de los elementos característicos de la prosa de Woolf que vemos en «La señora Dalloway», además de lo visual y el tratamiento del tiempo, es la recurrencia. Todas esas reiteraciones a lo largo de la novela: la dualidad ascenso/caída, las campanadas del Big Ben, ciertas frases como «Una vez que caes la naturaleza humana se ceba en ti» o las olas, confieren a la novela un ritmo y a la vez un andamiaje asociativo muy rico.
Por si todo eso fuera poco, y bajo esa apariencia apacible, bullen temas mucho más trascendentes. Dice Woolf en sus diarios en fecha 14 de octubre de 1922: «La señora Dalloway ha derivado en una novela; en ella voy a perfilar un estudio sobre el trastorno y el suicidio: el mundo visto por los sensatos y por los trastocados, unos al lado de los otros». Y aquí, en una inversión magistral similar a la ejecutada por James Joyce en su magnífico relato «Los muertos», la vida victoriana emerge como el paladín de la insensibilidad, ¿es eso vida?
Virginia Woolf transita las dudas, los discursos coercitivos del poder, sus estrictos encorsetamientos, la tematización constante de la dificultad de comunicarse, la locura, el precio a pagar por estar cuerdo en sociedades enfermas —que en el caso de Septimus es el olvido—, en definitiva, los encuentros y desencuentros de la señora Dalloway en esa otra «Odisea» modernista atemporal del día que Clarissa daba una fiesta.