«No compartieron la soledad,
sino que siguieron viviendo cada uno en la suya»
Gabriel García Márquez
Hablar de «Cien años de soledad» se hace difícil puesto que es poco o nada lo que no se haya dicho ya. Aun así, esta semana, que se cumplen los diez años del fallecimiento del autor, me propongo hablaros de la que es considerada su obra cumbre.
Llegué a «Cien años de soledad» tarde, como a muchas otras obras, después de muchas otras lecturas que en un efecto acumulativo han permitido un aproximamiento distinto. La primera vez que me puse a la obra me quedé en las aventuras y desventuras de la familia Buendía, en su colorido, en su lío de nombres, en sus personalidades arrebatadoras. La segunda lectura empezó más o menos igual, hasta que empezó a emerger la dinámica de la novela, su estructura, sus recurrencias y andamiajes.
«Cien años de Soledad» se gana el Nobel y el reconocimiento mundial por unas características técnicas y unos recursos narrativos que no tenían comparación en ese momento. Se erige como representante y precursor del realismo mágico, entendido como un efecto más de la naturaleza, como algo inevitable y cotidiano.
La naturaleza de Macondo convierte la experiencia lectora en algo insólito, voraz, y que se contrapone a la casa de los Buendía. De hecho, la inolvidable matriarca, Úrsula Iguarán, lucha contra esa naturaleza exuberante que crece en la casa durante toda la obra.
Su circularidad de forma y temas produce un efecto a veces hipnótico, en el que la lectura avanza a tientas por una casa viva, llena de gente y animales y fantasmas y de soledad —esa soledad que la filósofa María Zambrano definía como «soledades en convivencia»—.
Por otro lado, y como es conocido, la obra contiene infinidad de elementos sobrenaturales que amalgaman el género del realismo mágico. Mario Vargas Llosa, en su ensayo de la obra enumera elementos mágicos —a través del gran Melquíades—, milagrosos — como la marca de Caín—, míticos —los que aluden al judío errante, a Rocamadour («¡Oh, Rocamadour, Rocamadour!», de Cortázar) y otras referencias literarias— así como otros de pura invención del autor. Los personajes de la obra perciben esos elementos como naturales, cotidianos.
El tratamiento del tiempo en la novela merece un artículo aparte puesto que supone un malabarismo importante que Gabriel García Márquez resuelve a la perfección, introduciendo un elemento más de innovación a la obra. El uso del tiempo es de una riqueza extenuante, no es un tiempo cronológico, aunque lo parezca en una primera lectura, o más bien no solo, puesto que se le suma el tiempo cíclico y el mágico, y el autor juega con ellos para apuntalar el género y darle unidad y entidad a la novela. Usa un tiempo distinto con distintos personajes, espacios y momentos de la narración; y el paso del tiempo funciona también como antagonista de la familia Buendía.
Así pues, todos esos elementos que pueden pasar desapercibidos en una lectura ligera son los que apuntalan el «tour de force» que plantea Gabriel García Márquez que culmina en una última parte maravillosa, metaliteraria, donde tenemos que esperar hasta el final para encontrar el clímax narrativo. Una obra fecunda, exuberante, opulenta, que narra la historia de Macondo y la familia Buendía con una arquitectura narrativa escondida a plena vista.