3 manzanas
4 gelatinas de fresa
1 lasaña
2 plátanos maduros
1 garrafa de agua
1 l de zumo de naranja con pulpa
1 l de gazpacho
Cuando dije que mi próxima Saragata solo podría ser la lista de la compra, en parte tenía razón. Mi madre siempre escribía la misma letanía de urgencias y me la solicitaba como pura supervivencia. Sistemáticamente la misma, iguales marcas y modelos, nada más. Peticiones que enviaba en un mensaje de WhatsApp sin articular ninguna otra palabra. Soltaba la retahíla igual que quién pregunta si hará frío.
Persona de listas. De los remedios para la caída del pelo, para limpiar las paellas, de las primas del Pirineo, de los regalos, de momentos dolorosos, de los buenos cumpleaños y los mejores pasteles, de los que fallaron o nunca llegaron. Repertorios para todos los gustos y sabores, constantemente repitiendo en su cabeza. El mantra de las listas, no sé si para la satisfacción o el desasosiego.
Pienso en Sei Shōnagon (966 d. C.). Cada noche al culminar su jornada de servidumbre a la emperatriz Teishi se recluía en su cuarto y se dedicaba a escribir pequeños inventarios de todas las singularidades del día. Todo aquello que la rodeaba quedaba inventariado: los árboles que había visto, las sensaciones que había vivido, cada mínimo detalle del momento del té, sus situaciones de enfado, la risa no contenida ante la emperatriz. Evaluaba el mundo a través de su filtro y de sus inventarios. Así esta catalogación podía contar con categorías como «cosas desalentadoras», «cosas que provocan entusiasmo», «cosas incomparables» y un sinfín de enumeraciones como las de mi madre. Existe un libro donde se recogen parte de estas impresiones de la japonesa y que se tituló «El libro de la almohada», en Satori Ediciones. A menudo, cuando en clase descubrimos a Shōnagon, nos asombramos de las series que nosotras repetimos mentalmente. Sin pretenderlo, y casi sin darnos cuenta, listamos lo imprescindible.
Recuerdo también ahora cómo Marguerite Duras tenía, en su casa de campo en Neauphle-Le-Château, una lista de los 25 productos que obligatoriamente debía haber en su cocina. Siempre los mismos. Mi madre debía ser muy Duras. Mediante ese listado exacto (dicen que entre 20 y 25 elementos) ella cocinaba y transcribía un conjunto de recetas. Sin ser recetas al uso, es decir, con el fin del buen comer, sino semejantes a un mejunje de su lista concreta de la compra aliñado con sus necesidades (vitales o no). Escribiendo esto me digo que ahora necesito leer ese libro de Duras. Una de esas lecturas que guardamos en la «wishlist» para otra vida y que creo que en este momento debo tener y debo leer. «La cocina de Marguerite» de Sd Edicions. Raquel, anótalo en mi lista, por favor.