«Cuando hago pasta de azuki miro de cerca el color de la cara de cada judía. Les doy mi consentimiento para que me hablen. Imagino un día de lluvia o uno despejado del que ellas han sido testigos. Escucho lo que tienen para contarme sobre el viento que las hizo llegar hasta mí.
Creo que todas las cosas de este mundo tienen su lenguaje propio. Todo: las personas que transitan por el centro comercial, los seres vivos, las casas, incluso todo lo relacionado con la luz del sol y del viento. Creo que no hay nada que nuestros oídos no sean capaces de escuchar.»
(Carta de Tokue a Sentaro)
Como si fuera un pétalo que acaba de desprenderse del cerezo en flor, así es como aparece la señora Tokue en la vida de Sentaro, encargado de un puesto de dorayakis. Al ver el cartel de búsqueda de personal, a pesar de su edad avanzada, la señora Tokue intenta negociar con Sentaro para que la contrate aunque sea por un tercio del salario que figura en la oferta. Sentaro la rechaza en un principio por la exigencia física del trabajo y porque se da cuenta de que sufre de una malformación en los dedos de la mano. No obstante, cambia de opinión cuando Tokue se presenta de nuevo en el puesto con una pasta de judía (an) para rellenar los dorayakis, que ella misma ha preparado. Una pequeña cucharada es todo lo que él necesita para darse cuenta de que se trata del mejor an que ha probado nunca. Y no es de extrañar porque Tokue lleva cincuenta años de experiencia a sus espaldas. De modo que Sentaro acaba accediendo y decide contratarla para poder aprender el proceso de preparación de las judías azuki y obtener un an de alta calidad, que nada tiene que ver con el preparado que ha estado comprando hasta entonces.
La nueva receta de los dorayakis tiene un éxito rotundo y las ventas aumentan de forma considerable, tanto que Sentaro y Tokue se comprometen a invertir más tiempo preparando juntos una mayor cantidad de pasta de judías. Aunque la preparación del an consta de numerosos y delicados pasos, Sentaro encuentra en Tokue una compañía agradable, que sin duda le recuerda a su madre fallecida desde hace tiempo. Las horas de trabajo dan lugar a conversaciones que les permiten conocerse mejor y en las que también interviene de vez en cuando Wakana, una estudiante un tanto solitaria que siempre acude al puesto de dorayakis al salir de clase. La situación comienza a complicarse cuando se extiende el rumor de que la malformación de las manos de Tokue se debe a las secuelas que le dejó la enfermedad de Hansen.
Durian Sukegawa reflexiona sobre el sentido de la existencia a través de esta entrañable historia, la voz de Tokue nos habla de cómo la capacidad de estar presentes escuchando y percibiendo todo lo que nos rodea, la delicadeza de los pequeños detalles, conforman una mirada única que nos define y que puede llegar a transformar a los demás.
A veces podríamos pensar que la vida se lleva de forma injusta oportunidades y personas, dejándonos un vacío irremplazable y, sin embargo, de alguna manera acaban regresando, en circunstancias que pueden parecer de lo más inverosímiles, en otros cuerpos y otras voces. De este modo Tokue, Sentaro y Wakana comparten un tiempo que dejará una huella imborrable en su memoria.
Los cerezos están presentes a lo largo de toda la novela y hacen que nos detengamos a observar los cambios que van sufriendo durante las distintas estaciones. En el lenguaje de las flores el cerezo simboliza la belleza espiritual y la pureza.
«Una fragancia parecía envolverlo, quizá eran los pétalos que cada tanto subían debido a una ráfaga ascendente. La luz se filtraba por todos los lados, desde la superficie del agua, desde los sakuras orgullosamente florecidos, desde el cielo».
«Dorayaki» es un libro para dejarse emocionar, desde luego ha sido una bendición que Chai editora haya decidido traducir esta joya al castellano.
Cielo y tierra:
ambos son el hogar
de estos cerezos
天地をわが宿にして桜かな
(Kai Hasegawa)