El tiempo pasa. Eso no es ninguna novedad. Es más, es el runrún que actúa como motor de todas las cosas que hacemos y es la carcoma que nos come desde dentro. Es increíble lo determinante que es. Se inmiscuye en cualquier acción que hacemos, hace que amoldemos todo a su antojo, y configuramos nuestras relaciones sociales y nuestra identidad en torno a ello. Por eso es imposible no pensar en el tiempo como agente que determinará nuestro futuro, mientras vivimos de manera intermitente el presente.
Así es como se reencuentra Renata, la protagonista, con esta historia. Viéndose a través del televisor después de dar una entrevista, accede a uno de los momentos de su juventud que quedó impregnado en su memoria. Un suceso que no hubiese ocurrido si hubiese sido valiente, aunque ya de eso no puede cambiar nada por mucho que lo intente. En algún lugar se quedaron esas situaciones alternativas, esas dudas que no se resolvieron y todo lo que dejamos en el tintero sin pintar, terminando por manchar toda la página tiñiéndola de sangre.
Editado y publicado por Blackie Books, Elisa Victoria habla en «Otaberra» de todo aquello que no decimos en su momento por culpa del qué dirán. El libro, una historia fragmentada en diferentes voces, trata sobre cómo nuestras relaciones se configuran alrededor de comentarios de otros —incluso de opiniones imaginarias que nos inventamos en nuestra cabeza—, que hacen plantearnos mil situaciones que damos por sentado serían mejor que la actual.
Otaberra, la localización de la novela, es en palabras de sus protagonistas: «un pueblo sin gracia, ni grande ni pequeño, donde todo es cemento, industria y chismorreo». Es un pueblo indefinido, una amalgama de césped y cemento. Es el pueblo donde veraneabas en la infancia, es el pueblo de al lado, es tu pueblo.
«Me llena de preguntas sobre si alguien se está divirtiendo en serio o es todo parte de un posado común que nadie se atreve a romper, como interpretando papeles en una obra de teatro para un público que no siempre se presenta pero para el que tenemos que estar listas por si acaso.»
Este ambiente hostil, el prototipo de pueblo cerrado que murmura, hace que sus personajes no tengan escapatoria a la hora de fingir quienes son para encajar en unos moldes que nadie sabe quién los ha creado. Elisa Victoria habla de la crudeza de las situaciones que vive mucha gente dentro de este tipo de pueblos, donde el rechazo subyace entre la gente que se sale de esa norma. Este examen exhaustivo a ojos del resto hace que personas como Renata, la protagonista del libro, cambie sus actitudes con Eusebio, su mejor amigo.
«He presenciado cientos de veces cómo lo humillaban públicamente y lo más que he hecho al respecto ha sido acelerar el paso intentando sacarlo rápido del peligro y sacarme a mí misma más que ninguna otra cosa.»
Pero, ¿nos replantearíamos a veces situaciones alternativas a las reales si no hubiesen pasado? ¿Si no existiese ese suceso fatal, seguiría Renata tratando de escabullirse de las miradas que la juzgaban cuando estaba cerca de Eusebio? Seguramente seguiría todo igual. No la juzgo, seguro que en algún punto de mi vida he estado en su situación —igual que he podido estarla en la de Eusebio— y no es fácil desafiar las habladurías que rigen un pueblo por años. Pero siempre en nuestra cabeza habrá una versión mejor de nosotros mismos en mil situaciones en las que no actuamos del todo bien.
«Lo cierto es que si no hubiera pasado nada, probablemente seguiría pensando en no hacer enfadar a su madre por llegar tarde a la cena, en las consecuencias de ser vista junto a él y en las nefastas derivaciones de las habladurías, pensaría justo lo que pensaba antes de ayer.»
De pequeños, esperamos con ansia a que se nos caigan los primeros dientes de leche. Ahora, jugando con nuestros primos o sobrinos y usando calcetines como marionetas mientras contamos historias inventadas, pensamos en aquello que no dijimos o no hicimos por miedo, esperando que los que vengan no sigan por ese camino.